A continuación, el texto completo de la
homilía pronunciada por el Papa Francisco:
Jesús «se
despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,7).
Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos introducir en los días
santos, donde la Palabra de Dios, como un estribillo, nos muestra a Jesús
como siervo:
el siervo que lava los pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo que
sufre y que triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana, Isaías profetiza
sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1). Dios nos salvó sirviéndonos.
Normalmente pensamos que somos nosotros los que servimos a Dios. No, es Él
quien nos sirvió gratuitamente, porque nos amó primero. Es difícil amar sin
ser amados, y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Pero,
¿cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros. Él nos ama, puesto
que pagó por nosotros un gran precio. Santa Ángela de Foligno aseguró haber
escuchado de Jesús estas palabras: «No te he amado en broma». Su amor lo
llevó a sacrificarse por nosotros, a cargar sobre sí todo nuestro mal. Esto
nos deja con la boca abierta: Dios nos salvó dejando que nuestro mal se
ensañase con Él. Sin defenderse, sólo con la humildad, la paciencia y la
obediencia del siervo, simplemente con la fuerza del amor. Y el Padre sostuvo el servicio
de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino que lo sostuvo en
su sufrimiento, para que sólo el bien venciera nuestro mal, para que fuese
superado completamente por el amor. Hasta el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones más
dolorosas de quien ama: la
traición y el abandono.
La
traición. Jesús sufrió la traición del
discípulo que lo vendió y del discípulo que lo negó. Fue
traicionado por la gente que lo aclamaba y que después gritó: «Sea
crucificado» (Mt 27,22).
Fue traicionado por la institución religiosa que lo condenó injustamente y
por la institución política que se lavó las manos.
Pensemos
en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en la vida. Es terrible
cuando se descubre que la confianza depositada ha sido defraudada. Nace tal
desilusión en lo profundo del corazón que parece que la vida ya no tuviera
sentido. Esto sucede porque nacimos para amar y ser amados, y lo más doloroso
es la traición de quién nos prometió ser fiel y estar a nuestro lado. No
podemos ni siquiera imaginar cuán doloroso haya sido para Dios, que es amor.
Examinémonos
interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos daremos cuenta de
nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y doblez. Cuántas buenas
intenciones traicionadas. Cuántas promesas no mantenidas. Cuántos propósitos
desvanecidos. El Señor conoce nuestro corazón mejor que nosotros mismos, sabe
que somos muy débiles e inconstantes, que caemos muchas veces, que nos cuesta
levantarnos de nuevo y que nos resulta muy difícil curar ciertas heridas. ¿Y
qué hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos? Lo que había dicho
por medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré generosamente» (Os 14,5). Nos curó
cargando sobre sí nuestra infidelidad, borrando nuestra traición. Para que
nosotros, en vez de desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de
levantar la mirada hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi
infidelidad está ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos, me sirves
con tu amor, continúas sosteniéndome... Por eso, ¡sigo adelante!”.
El
abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús en la
cruz dice una frase, sólo una: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (Mt 27,46).
Es una frase dura. Jesús sufrió el abandono de los suyos, que habían huido.
Pero le quedaba el Padre. Ahora, en el abismo de la soledad, por primera vez lo
llama con el nombre genérico de “Dios”. Y le grita «con voz potente» el “¿por qué?” más
lacerante: “¿Por qué, también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las
palabras de un salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración
incluso la desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó.
Comprobó el abandono más grande, que los Evangelios testimonian recogiendo sus
palabras originales: Elí,
Elí, lemá sabaqtaní.
¿Y todo
esto para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos. Para que cuando
nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos encontremos en un callejón
sin salida, sin luz y sin escapatoria, cuando parezca que ni siquiera Dios
responde, recordemos que no estamos solos. Jesús experimentó el abandono
total, la situación más ajena a Él, para ser solidario con nosotros en todo.
Lo hizo por mí, por ti, para decirte: “No temas, no estás solo. Experimenté
toda tu desolación para estar siempre a tu lado”.
He aquí
hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta el abismo de
nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y el abandono. Hoy, en
el drama de la pandemia, ante tantas certezas que se desmoronan, frente a
tantas expectativas traicionadas, con el sentimiento de abandono que nos oprime
el corazón, Jesús nos dice a cada uno: “Ánimo, abre el corazón a mi amor.
Sentirás el consuelo de Dios, que te sostiene”.
Queridos
hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos sirvió hasta
experimentar la traición y el abandono? Podemos no traicionar aquello para lo
que hemos sido creados, no abandonar lo que de verdad importa. Estamos en el mundo para amarlo a Él y
a los demás. El resto pasa, el amor permanece.
El drama
que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio lo que cuenta, a no
perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la vida no sirve, si no se sirve.
Porque la vida se mide desde el amor. De este modo, en casa, en estos días
santos pongámonos ante el Crucificado, que es la medida del amor que Dios nos
tiene. Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos la gracia de vivir para servir.
Procuremos contactar al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos
tanto en lo que nos falta, sino en el bien que podemos hacer.
Mirad
a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en la
Pasión, también a nosotros nos anima en el servicio. Es cierto que puede costarnos amar,
rezar, perdonar, cuidar a los demás, tanto en la familia como en la sociedad;
puede parecer un vía
crucis. Pero
el camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva la
vida.
Quisiera
decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que desde hace 35
años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a los verdaderos héroes
que salen a la luz en estos días. No son los que tienen fama, dinero y éxito,
sino son los que se dan a sí mismos para servir a los demás. Sentíos
llamados a jugaros la vida. No tengáis miedo de gastarla por Dios y por los
demás: ¡La ganaréis! Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y
porque la alegría más grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Como lo
hizo Jesús por nosotros